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COMPRENSIÓN LECTORA                          47




              la cHarca, manuel zeno gandía
              capítulo vi


            La faz menguante de la luna habíase iniciado con abundantes lluvias. El cielo, antes de una
            pureza de cristal, estaba lechoso, turbio, lleno de nubes extravagantes, como inmensos bloques
            grises, como cordilleras negruzcas, como alados monstruos de cabelleras flotantes.

            Con  frecuencia,  los  grandes  choques  de  meteoros  resolvían  en  lluvia  sus conflictos,  y
            entonces  descendía  caudal  de  espesos  aguaceros  que  sonaban  al chocar con los bosques y
            rugían al despeñarse por los montes, formando torrentes y turbulentos desagües.

            Juan del Salto, recluido por el tiempo, estaba en su escritorio entre un mar de papeles. De uno de
            los encasillados del mueble había sacado un legajo que ataba una cinta elástica. Eran las cartas
            de su hijo.

            Una o  dos  veces  al  mes  cruzábanse aquellas  cartas,  trasegando  entre  Juan y Jacobo del Salto
            ternezas e intimidades.

            Jacobo,  ausente  de  la  colonia,  estudiaba  leyes  en  la  capital  de  España. Jacobo,  ausente  de
            la  colonia,  estudiaba  leyes  en  la  capital  de  España.

            Juan recordaba de su Jacobo al niño vivo, dispuesto, de mirada inteligente, de juicio robusto.
            Poco a poco, en el curso de los años, fue siguiendo en sus cartas los progresos que operaba en su
            hijo la cultura del gran centro. Jacobo tenía talento: sus cartas denunciaban la desenvoltura que
            el cultivo realizaba en sus facultades innatas y los avances conseguidos por el estudio.

            Juan  estaba  contento,  tenía  fe  en  lo  porvenir  del  amado  ausente,  porvenir sólidamente
            fundado  en  la  fortuna  que  para  él  amasaba  y  en  la  brillantez  de  su espíritu cultivado y
            una inteligencia superior.

            Sacó del legajo la última carta recibida para releerla con el alma abierta a la ternura.

            En aquella carta, como siempre, lo primero era el culto filial. Jacobo ansiaba el momento de
            fundirse con arrebatos de loco placer en los paternos brazos. Era amor de niño saturado de sen-
            timentalismos de adolescente, era un cariño intenso, vivísimo, como un rayo de sol reflejado en
            un espejo.

            Después, venía el suelo nativo: en todas sus cartas derramaba la miel de ese otro cariño. Un fa-
            natismo, un culto, una adoración que le inundaba de dulzura. Él, de  colonia,  recordaba  algo...
            Recuerdos  indecisos,  de  limitados  puntos  que  no tenían  enlace,  impresiones  inciertas,  lo
            más  culminante:  las  palmas,  las  vastas llanuras de cañaverales, los undosos ríos, el interior de
            la casa paterna en día de sol. Aparte de eso tenía a su patria impresa en sus ensueños: la soñaba
            más que la conocía.  La  consideraba  a  través  del  prisma  de  su  alma  romántica.  Una  tierra
            gentil, espléndida mejor que ninguna... La Naturaleza, entonando himnos de eterna poesía; el
            suelo, en la copiosa dehiscencia de inagotable riqueza; los seres, gozando del  privilegio  de tanta
            dicha. Todo  desde la  distancia  lo  veía embellecido por  el ensueño.

            A impulso del afecto, habíase creado una patria ideal, y a ella iban todas sus aspiraciones, todos
            sus deseos.
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